Yo contemplaba siempre al señor delante de mí, como quien está a mi diestra para distraerme. Salmos/16-8
(…) Las pocas monedas que el destino me dio las perdí en un triste almuerzo, la cena fue contemplar con ansía un café amargo y caliente tras una ventana. Vagué un momento más, antes de ir al cuarto y crucificar mis sueños del día. Sentí la lluvia en la espalda, y la tos seca que me descomponía cada vez más fue empeorando desde la hora de la cena. Al llegar al cuarto, eché a un mierda que dormía plácido en mi cama, lo cogí del cabello y lo arrastré hasta la puerta. Me acomodé en mí cama, ciego por la sombra mientras el tipo aún estaba quieto en el lugar que lo dejé con su dormir profundo y sonoro; guardé mi Biblia después de darla un beso y pude dormir.
Me desperté temprano, di unas hojeadas a mi libro, sus son hojas delgadas y amarillas y su pasta arrugada con letras pequeñas -me alegraban el día, como siempre-. Al salir del cuarto me persigné y fui directo al mercado, estaba lleno, como cada día, los tricicleros bajaban con dificultad las grandes cajas llenas de fruta, el olor del desayuno a papas fritas me impacientaron, entonces encontré a mi primera cliente, gorda puesta con un vestido floreado, con un bolso a reventar, con el monedero en la mano; corrí, tomé mi premio con un tirón y no me detuve hasta saber que ya estaba salvo, agradecí a Dios por el destino del día, tenía para aguantar por una semana, con desayunos alegres más meriendas y almuerzos. Me senté al lado de la carretilla, pedí un plato, ¡bien servido!, dije; ¿tienes para pagar?, me preguntó viéndome fijo alzando una ceja; sirve nomás, contesté. Al terminar mi plato, pagué y volví al cuarto para guardar el dinero, el monedero esférico era de un verde fuerte, con dibujitos alegres, marcados con negro. Guardé el dinero en mi libro y este lo escondí tras unos tablones, bajo la calamina de eterni, había uno que otro hombre tirado en el suelo, soñando, y otros sentados en otro cuarto, compartiendo jeringas; salí a seguir trabajando. Había cogido unas monedas de la ganancia anterior, me compré un tamal, volví al mercado, seguí cuidadoso a una mujer que hablaba sonriente y distraída con su amiga, nuevamente corrí… La chica me insultó con unas palabrotas y unos gritos que se perdieron lento; me persiguieron unos hombres pero no me atraparon, fui a refugiarme en los baños públicos, exhausto. Saqué la cartera, que la escondía en el vientre cubriéndolo con mi polo, la investigué y pude encontrar un billetera negra con un billete arrugado y pocas monedas, un celular, una fotografía en la billetera, donde estaba una chica, que debiera ser a la que le cogí el bolso, junto a los que supuestamente son sus padres y sus hermanos, sonriendo todos. Vendí todo al un hombre, lo llamaban Baruc, como el que escribió las profecías de Jeremías, era gordo y tenía un ojo de vidrio, el ojo bueno estaba cubriéndose por una carnosidad. No me puedes dar más, le supliqué; no te doy ni un céntimo más, me contestó gruñendo. Al llegar al cuarto pude terminar con Sophonías, la tos se agudecía más, no me dejó dormir esa noche, resé largo rato para estar mejor, el destino me había dado esta tos hace ocho semanas, cada día era más molesto que el anterior, guardé mi libro después de darle un beso y me puse a pensar en la alegría del paraíso. El día siguiente fue la misa y tuve que acudir a primera hora, dar el diezmo respectivo, confesar mis pecados a la imagen del señor, y comer del cáliz, que muchas veces el cura me las dio con una mirada injusta. Luego me fui a trabajar, el día no fue tan bueno, cogí mis monedas, y las guardé en mi libro, y mi libro bajo el tablón.
Otros días estaba en la plaza, o aguardaba el algún callejón, los fines de semana atacaba a los blasfemos, a esos alcoholados, hijos de Sodoma. Una fecha tuve que utilizar mi verduguillo, y recé por una noche entera para pedir perdón. La tos agudecía hasta postrarme en mi cuarto, rezando, el día que escupí sangre me arrastré a la calle sujetando mi Biblia, haciéndome paso en toda esa mierda suelta en el suelo. Fui auxiliado por el fumón que boté un día de mi cuarto, estaba medio sobrio, su cara delgada y sus ojos bañados por unas venitas, su barba crecida, y sus cabellos ondulados…
Me desperté en el hospital, había perdido la noción del tiempo, no supe cuánto estuve, una enfermera me hizo preguntas a los cuales contesté. (…), no tengo familia, (…), vivo en la casona de las vírgenes, (…), queda por el río Wira, (…), limpio la iglesia, (…), empecé ese trabajo hace poco, (…), (…).
Ahora, estoy con esta bata, desnudo…. Uno sabe cuando se muere, esa es mi plaza, nunca fui malagradecido con tigo, lo sabes bien, tenme en tu gloria.