jueves, 24 de enero de 2008
Poesía sin fin...
con las alegres lámparas de aceite,
con el pasto encendido en noviembre.
Las aves erguían su vuelo
y los colores de nuestra tristeza palidecían…
mis manos duras y torpes,
mis ojos de gallo,
mi alegría rápida… Todo fue muriendo
como lo hacen en las praderas.
¡haz aniquilado el aire!
y tu marcha de procesión devastó el nido
y el viento se embriagaba
en la fiesta de atardeceres
y no podía ni causar remolinos.
Tu cuerpo rompía todo los cristales,
entrabas furiosa
a cambiar estaciones
¡y mi cuerpo socavo soportaba
al demonio, que
quieto miraba mi posición de invierno!.
Y el contrapunto…y el combustible de granizo…
que opacaban lento la tristeza infinita
mato a los relojes mientras pasaban estaciones de cuerpo, tierra húmeda y polvo fino
MI SOMBRA.
tiene el modelo de mi cuerpo,
una espalda inmensa e inclinada
y una quijada que por cábala
se esconde en una barba amplia.
Es negro y huye cuando huyo…
como un demente si es que estoy demente,
como un gusano si es que me escondo.
A veces tiene figura de pirómano
y los ojos se le encienden como un condenado;
a veces se acrecienta contra el poniente
y empieza a destrozar y apoderarse de todo.
El monstruo que me sigue siempre,
no entiende de soledades necesarias,
no me deja ni en mis abandonos,
ni en mis momentos más crucialescuando toco y toco con el tacto y me alboroto.
TORPEZA
se contraen como dos manos secas, de arcilla.
Los condenados se van a la depresión grisácea
y en su lento paso las cadenas perpetuas arrastran.
Mis manos atadas, llagadas, lepradas
se caen como dos cosas extrañas
y en su bruces los gusanos se lo zampan.
La bóveda celeste y feroz
intenta deshacer el tiempo pasado
y por el eructo de algún dios
las plagas se desatan.
Mis niñas sedientas se agitan,
mis pupilas sedientas
convierten las almas en piedras.
mis pupilas inanimadas oyen
las mañanas y las montañas que son las mismas,
los condenados y la neblina, es lo mismo.
Mala costumbre
También tengo esa mala costumbre de escribir poemas, de hablar poco con la gente y preocuparme por ellos sin que nada me dé a cambio; tengo esa mala costumbre de ser emotivo, tan cursi, tan rosa; de cortejar a las que no debiera, de huir asustado de la rutina –pese que soy tan predecible-
A veces también soy un poco malo, un poco tonto, un poco loco hasta un poco serio. A Tengo esa mala costumbre de burlarme de mis defectos, de mi tamaño, de lo delgado que soy y de mis malas costumbres.
jueves, 17 de enero de 2008
Estos son los míos...
el coctel de la cresta,
ese reflejo que me sigue sin esconderse,
ese grito escondido que no acaba…
Son míos, el museo
iracundo y vacío,
las gaviotas de verdes alas y de bajo vuelo,
las almas
que vagan
con
cabeza
gacha.
Es mío...
ese cuadro de marcos rotos
donde se dibuja un hombre plateado, sin rostro...
También es mío esta alforja cargada de piedras
y esta pirámide de escombroseste
cielo azur
y este vaso roto.
Para llevarlos con migo, a mi gran laberinto.
Llegará.
Llegará esa tarde en que partiremos
y nuestra alma por el peso avanzará lento...
llegará nuestros pasos a separarce
y la noche llorará de miedo.
Llegarán las estaciones
y nuestro corazón se colmará de tiempo,
nuestras ronrisas, para entonces
sonreirán para mundos nuevos.
También llegará el día
en que tú y yó
tengamos que encontrar palabras
y recordar momentos... La diferencia
sólo será que no compartiremos mucho tiempo
Laberinto de otoño
no quiero dar más vueltas para marearme
no quiero más muros que ya no puedo...
Ya no puedo cargar las sábanas mojadas de nubarrones
Ya no puedo gritar con tantas fuerzas,
como antes.
Dame la salida,
la senda para marcharme...
Laberinto de otoño,
de muros plateados
y arboles flojos.
Laberinto de otoño
muestra tu espada y traspásame
que yo podré sufrir menos que antes.
La Oración de las 20 horas.
Yo contemplaba siempre al señor delante de mí, como quien está a mi diestra para distraerme. Salmos/16-8
(…) Las pocas monedas que el destino me dio las perdí en un triste almuerzo, la cena fue contemplar con ansía un café amargo y caliente tras una ventana. Vagué un momento más, antes de ir al cuarto y crucificar mis sueños del día. Sentí la lluvia en la espalda, y la tos seca que me descomponía cada vez más fue empeorando desde la hora de la cena. Al llegar al cuarto, eché a un mierda que dormía plácido en mi cama, lo cogí del cabello y lo arrastré hasta la puerta. Me acomodé en mí cama, ciego por la sombra mientras el tipo aún estaba quieto en el lugar que lo dejé con su dormir profundo y sonoro; guardé mi Biblia después de darla un beso y pude dormir.
Me desperté temprano, di unas hojeadas a mi libro, sus son hojas delgadas y amarillas y su pasta arrugada con letras pequeñas -me alegraban el día, como siempre-. Al salir del cuarto me persigné y fui directo al mercado, estaba lleno, como cada día, los tricicleros bajaban con dificultad las grandes cajas llenas de fruta, el olor del desayuno a papas fritas me impacientaron, entonces encontré a mi primera cliente, gorda puesta con un vestido floreado, con un bolso a reventar, con el monedero en la mano; corrí, tomé mi premio con un tirón y no me detuve hasta saber que ya estaba salvo, agradecí a Dios por el destino del día, tenía para aguantar por una semana, con desayunos alegres más meriendas y almuerzos. Me senté al lado de la carretilla, pedí un plato, ¡bien servido!, dije; ¿tienes para pagar?, me preguntó viéndome fijo alzando una ceja; sirve nomás, contesté. Al terminar mi plato, pagué y volví al cuarto para guardar el dinero, el monedero esférico era de un verde fuerte, con dibujitos alegres, marcados con negro. Guardé el dinero en mi libro y este lo escondí tras unos tablones, bajo la calamina de eterni, había uno que otro hombre tirado en el suelo, soñando, y otros sentados en otro cuarto, compartiendo jeringas; salí a seguir trabajando. Había cogido unas monedas de la ganancia anterior, me compré un tamal, volví al mercado, seguí cuidadoso a una mujer que hablaba sonriente y distraída con su amiga, nuevamente corrí… La chica me insultó con unas palabrotas y unos gritos que se perdieron lento; me persiguieron unos hombres pero no me atraparon, fui a refugiarme en los baños públicos, exhausto. Saqué la cartera, que la escondía en el vientre cubriéndolo con mi polo, la investigué y pude encontrar un billetera negra con un billete arrugado y pocas monedas, un celular, una fotografía en la billetera, donde estaba una chica, que debiera ser a la que le cogí el bolso, junto a los que supuestamente son sus padres y sus hermanos, sonriendo todos. Vendí todo al un hombre, lo llamaban Baruc, como el que escribió las profecías de Jeremías, era gordo y tenía un ojo de vidrio, el ojo bueno estaba cubriéndose por una carnosidad. No me puedes dar más, le supliqué; no te doy ni un céntimo más, me contestó gruñendo. Al llegar al cuarto pude terminar con Sophonías, la tos se agudecía más, no me dejó dormir esa noche, resé largo rato para estar mejor, el destino me había dado esta tos hace ocho semanas, cada día era más molesto que el anterior, guardé mi libro después de darle un beso y me puse a pensar en la alegría del paraíso. El día siguiente fue la misa y tuve que acudir a primera hora, dar el diezmo respectivo, confesar mis pecados a la imagen del señor, y comer del cáliz, que muchas veces el cura me las dio con una mirada injusta. Luego me fui a trabajar, el día no fue tan bueno, cogí mis monedas, y las guardé en mi libro, y mi libro bajo el tablón.
Otros días estaba en la plaza, o aguardaba el algún callejón, los fines de semana atacaba a los blasfemos, a esos alcoholados, hijos de Sodoma. Una fecha tuve que utilizar mi verduguillo, y recé por una noche entera para pedir perdón. La tos agudecía hasta postrarme en mi cuarto, rezando, el día que escupí sangre me arrastré a la calle sujetando mi Biblia, haciéndome paso en toda esa mierda suelta en el suelo. Fui auxiliado por el fumón que boté un día de mi cuarto, estaba medio sobrio, su cara delgada y sus ojos bañados por unas venitas, su barba crecida, y sus cabellos ondulados…
Me desperté en el hospital, había perdido la noción del tiempo, no supe cuánto estuve, una enfermera me hizo preguntas a los cuales contesté. (…), no tengo familia, (…), vivo en la casona de las vírgenes, (…), queda por el río Wira, (…), limpio la iglesia, (…), empecé ese trabajo hace poco, (…), (…).
Ahora, estoy con esta bata, desnudo…. Uno sabe cuando se muere, esa es mi plaza, nunca fui malagradecido con tigo, lo sabes bien, tenme en tu gloria.
domingo, 6 de enero de 2008
La lagunilla.
Los que sí lo creyeron fueron sus tres camaradas, Roger, al que por acuerdo de unanimidad decidieron bautizarlo como el “chancho”, hijo del alcalde del pueblo; Samuel, el “paco”; Marco, este es el último hijo de la artesana Elisea. Ellos se encontraron, como de costumbre, en la puerta de la capilla y dirigieron directamente al lugar indicado. Primero llegaron al río, dónde algunas mujeres lavaban sus prendas percudidas; mientras que otras prendas secaban en las piedras, algunos jilgueros ilustraban el paisaje junto con los arbustos crespos. Luego llegaron a la arboleda de Patis. Siguieron el camino delgado, loma arriba, cruzaron los primeros árboles, caminaron juntos, con la misma respiración. Cuando se encontraban cerca del lugar empezaron a ocultarse tras los tunales, Martín con la respiración entrecortada como la voz susurro <¡allí está!> lo descubrió. La criatura guardaba en el mismo lugar, sentado sobre la rama de un árbol, sujetando con las manos la misma rama y la espalda apoyada en el tronco grueso del árbol, desnudo y absorto. Cuando la criatura sintió que era siendo vigilado volvió la cabeza, hacía los niños, y ellos corrieron despavoridos; en un instante llegaron al río, erizados hasta las pestañas.
Al llegar al río el alcalde se marchó con su hijo, su amigo lo siguió corriendo, llamándolo por “don” y su nombre, los niños guardaron silencio, y las mujeres recogieron sus prendas y emprendieron camino a sus casas. El sonido del río susurraba junto a las aves silvestres. Los tres amigos subieron a la plaza, y se despidieron sin decirse mucho, Martín cogió otra ruta, porque se aproximaba el atardecer, caminó presuroso y a pasos cortos. Al llegar a casa la mujer daba sus oraciones y el padre tocaba con su quena una canción de ultratumba a la luz de una vela. Martín probó poco alimento, y se acostó sin sueño. A la mañana siguiente, Martín decidió ir a la escuela por el río, quiso cruzar nuevamente los árboles pati, caminaba con la mirada fija a las ramas, de un momento se encuentra cara a cara con la criatura, sentado en el mismo lugar dónde lo vio por primera vez, en la misma posición con los ojos blancos puestos en él; los latidos de Martín se le habían acelerado y el sudor frío lo empapaba, el terror lo tenía inmóvil. La criatura lo observaba fijo, su gran cabeza calva y ceñuda con el cuerpo seco y desnudo, que, pareciese que careciera de vida; frente a esto Martín fue calmando su pavor y logró mover un músculo, se deslizó lentamente y tropezó con una piedra sin caerse, cruzo el árbol, avanzó unos pasos y desapareció al instante.
En la salida, los niños fueron al lugar con una emoción a explotar. Llegaron rápido y se ocultaron cuando estaban a una distancia prudente. Martín tomó más valor; la criatura se encontraba reposando en el árbol, volvió la cabeza al oír a los niños y estos se detuvieron unos instantes, Martín avanzó y luego le siguieron todos, elevaron la mirada para verlo mejor, toda su piel tenía una especie de tatuajes, de pequeños cuadrados bien definidos, como un tablero de ajedrez, en blanco y negro, sus ojos eran níveos y parecía que no tuviera iris, como también una espalda encorvada. Después de unos minutos de estudio visual decidieron subir al árbol, la criatura los seguía con la mirada, lo saludaron y él pareció no entender el dialecto, Paco le brindó unas papas cosidas, la criatura lo cogió, lo husmeó y lo devoró de un bocado; después se le escapa una sonrisa, donde muestra sus tres únicos dientes, blancos (dos arriba y uno abajo). Los niños se percataron de que el color de su piel no era por causa del tatuaje, se vieron las caras sorprendidos. La criatura bajó del árbol y caminaba con una lentitud maestra, los niños pensaron en un instante que aquel ser era un vejestorio, pues sus pasos eran tan lentos como los de un anciano de dejó la costumbre de andar, subieron cuesta arriba, hasta llegar al fin de la loma, donde una lagunilla que emprendía el inicio de una inmensa garganta. El agua brotaba del suelo, y se perdía en el valle, este valle tenía una inmensa variedad de frutos y árboles bien proporcionados, ni las lluvias de noviembre daban esos paisajes. Los niños observaron con letargo; la criatura regresó con unos paltos verdes, para cada uno. Paco intentaba cazar unos peses con sus manos, estos peses eran gruesos y coloridos, con extensas barbas, hasta que Paco se precipitó en sus aguas, empapándose lo más mínimo que llevaba, todos se echaron a reír, la criatura volvió a mostrar sus tres dientes y Marco mostraba también sus escasos dientes de leche que iba mudando. Después de unas horas los niños regresaron a casa.
Cuando están a punto de salir de los árboles, el chancho pide pactar una promesa, pidió que ese sea su lugar secreto y que no mencionen a, absolutamente nadie del sitio; todos juraron por diosito, y si es que no cumplían el juramento sus papacitos morirían, luego, cada uno se fue entusiasta a su respectiva casa, cargando su gigantesca palta. Al llegar Martín a su casa, observó a su madre estremecerse por el tamaño del fruto
Después de tres días, domingo, martín se escabulló de su madre, después de la misa en la capilla y de cantar el himno nacional en la plaza, estaba con su casaca bayeta y sus zapatos charol, muy limpio, se encontró con sus amigos en la feria, en el centro de la plaza, y emprendieron camino donde su amigo, al que llamaron “hombre de cuadros”, antes de salir de la plaza observaron llegar un carro blindado, bajaron soldados y entraron directamente a la alcaldía. Llegaron al río, estaba más seco, corría unas hileras de agua y unos paujiles cantaban escondidos. Subieron la loma y encontramos a su amigo, le dieron las papas y el choclo hervido, este lo devoró todo en un santiamén. Nuevamente fueron a la garganta y esta vez les obsequió unas fresas gigantes; el chancho se llenó con sólo comer una, Martín había guardado en su alforja sus fresas, Paco y Marco hicieron lo mismo, recorrieron por las calabazas que habían cubierto por completo un molle, luego comieron los frutos de la higuera de cincuenta metros de altura, luego observaron en un riachuelo a un bagre con bigotes que le triplicaba de tamaño y un caracol con antenas resplandecientes, luego durmieron cansados de ver tanta hermosura, con sus sonrisas dibujadas en sus rostros cobrizos, el hombre a cuadros los miraba alegre, y hablaba en lengua ancestral palabras de gozo, hasta incluso cantó y bailó.
Antes del poniente, se despertaron pensando que tuvieron un hermoso sueño, pero vieron que todo era real, se despidieron y cada uno volvió a casa. Martín llegó y dio los frutos
A la mañana siguiente, el olor de abono, de los cercos mareaba a Martín que todavía dormía, ronroneaba un gato cubierto de ceniza, su padre dormía pesadamente oculto bajo frazadas de lana de oveja; cuando empezaron a gritar, <¡lo han matao’, lo han matao’!> el sonido estremeció a Martín; salieron de la vieja casa, a dirección del la multitud < ¡han matao’ al alcalde, lo han matao’!>. en la plaza se encontraban los comuneros de Chacca, observaron ensimismados la imagen, el alcalde se encontraba con la cabeza destrozada, más probable era la inmensa roca que yacía al lado de ellos, cubierta de sangre, su mujer y su hijo, el chancho, estaban al lado del alcalde, atados por las extremidades; todos muertos de la misma forma, con un letrero pintado en letras rojas
Tuvieron que suspenderse las clases y acostarse más temprano, los niños visitaban al hombre de cuadrados y siempre comían algo nuevo o veían a algún insecto o animal nuevo, como el venado que en sus cuernos los pajarillos hicieron sus nidos, o el bagre que te guiñaba el ojo, o la lombriz que se sabía todo el abecedario, o el cien pies con patitas de oro; como también estaba el árbol que no dejaba de gemir, o las bayas que te hacían sonreír por cuatro días, o la uva que te ofrecía sus frutos, o el pasto que se abultaba si te echabas en él, o los jilger… . Una mañana, cuando los vientos traían las nubes para que espese el cielo, estaba pastando Martín sus ovejas, se le acercó el hombre de cuadros, le obsequió Martín un poco de charqui, este lo rechazo con un asco caótico, luego le izo ver las papas y queso, y el hombre a cuadros lo devoró al instante, su perro gemía a rabiar al sentir al hombre, mas este no prestaba ni atención sino al niño. Estaban a buena distancia de Chacca, observaban a las personas del tamaño de la hormiga, la plaza, la alcaldía, la capilla, la escuela, más abajo que ahora hacía de centro policial, dos carros blindados y personas caminando, como también los soldados en grupo. También se observaba en otras lomas a los animales siendo pastados. El hombre de cuadros le trajo una fresa y Martín la probaba de rato en rato. Las montañas se perdían en el firmamento, el viento pasaba silbando mansamente, se paseó un grupo de golondrinas cantando. El hombre, con expresión seria contemplaba el pueblo, el sol oculto había palidecido su piel, estaba arcaica, anémica, los cuadrados blancos eran más blancos y los negros más negros, y sus ojos se perdían en esa blancura hasta mostrar como un espejo todo lo que veía, dijo unas palabras en su idioma ancestral y unos gestos con la mano abarcando todo; río y cayo sin que Martín entienda qué quería comunicarle.
El tiempo que empezó la lluvia fue en los primeros días de noviembre, los hombres tenían listo sus yuntas y sus semillas, la tierra volvía a mostrar ciénagas que se improvisaban en cualquier rincón. Paco cayo a un resfrío leve, luego Martín, luego Marco, que ya había mudado todos sus dientes de leche y contagiado a Paco. Los pómulos marrones se les cuartearon levemente. El hombre de cuadros estaba intacto y seguía caminando desnudo, en la garganta no llegaba ni una nube mala, ni una gota anémica de la lluvia; todo era sol y aire tibio. De vez en cuando también el hombre de cuadros los visitaba en sus sueños y jugaban con la vizcacha o con el pez, bajo el agua, eran sueños alegres y al día siguiente los niños se encontraban riendo, contando sus sueños como si todos hubieran tenido el mismo, hasta el hombre de cuadros los esperaba y con gestos y sonidos, reía; también estaba la lombriz traductora, por que se sabía todo el abecedario. Un día, en la garganta encontraron unos eucaliptos que cambiaban de posición, sus raíces libres los transportaba de un lugar a otro. Los niños soñaron con el hombre de cuadros y con el eucalipto más, quien este entendía a la perfección el idioma y entre crujidos bruscos respondía pocas palabra
Después de dos semanas, Martín y sus camaradas fueron a visitar a su amigo, le llevaron choclo y queso, este lo devoró, fueron a la garganta y jugaron con el zorro que caminaba de dos patas y tocaba un tambor de cuero, comieron una palta madura y las bayas para que les hicieron reír por cuatro días, luego los niños hablaban algunas palabras en lengua ancestral y sorprendían a sus padres con ese idioma. También construyeron una habitación pequeña, de piedras y techaron con hojas, el eucalipto les hablaba en traducción y decía que el hombre de cuadros quería que se quedasen por más tiempo. Ellos rechazaban y contaban al árbol sus razones y este traducía al hombre, él entristecía por segundos mientras se caían sus hombros.
Después de tres semanas de lo ocurrido, del enfrentamiento, mientras Martín soñaba a sus amigos que jugaban con el bagre que guiñaba el ojo. Entraron tirando la puerta y cogieron a Mauro, Martín, que en un instante se disipó la embriaguez del sueño corrió siguiendo, junto a su madre a los soldados.
En Chacca, retumbaba los gritos de las madres que llamaban a sus hijos antes del poniente, le buscaron en las lomas, en la nueva capilla, en los tunales, en la escuela, en el río, dónde los soldados y preguntaron a todos y uno de ellos contó que siempre se dirigían a la arboleda de patis; buscaron en las faldas de la arboleda, loma arriba, en la lagunilla, estaba en el inicio de una cueva y decían que estaba encantada, no encontraron a nadie, ni esa noche, ni el día siguiente
sábado, 5 de enero de 2008
la impresión de un día gris.
En mi mente estalla la impresión de que el día es gris,
de que el día es gris, de que el día es gris.
Y me da la impresión de reir
y me da las ganas de correr
y me da la loca de pensar que iré a llover.
Y al espujar una piel tierra
me doy a inundar con una poca de mierda
y el día es gris, y el día es gris, y el día es gris.
Pero cuando no hay más qué pensar,
cuando no hay más qué pensar
no sé qué hacer y cuando dejo de correr
quiero aventar las piedras que no dejan de girar.
Pero el verde pasto siempre en el prado estará
pero el cielo como siempre vóbeda quedará
y las impresiones de mi mente en mi mente retumbarán
como ecos en las montañas que lloran en la eternidad.